lunes, 3 de agosto de 2015

LA SUPREMACÍA DE LA HOJA EN BLANCO

                

La hoja en blanco es el primer y quizá mayor obstáculo que un escritor debe afrontar antes de la extenuante tarea de elaborar un texto. La hoja en blanco es infinita, nos ofrece millones de posibilidades, mas no nos regala ninguna. La elección siempre es nuestra, a ella todo le es ajeno. Solo está allí agazapada, expectante, esperando, desafiando nuestra imaginación. Provocándonos para que de una vez por todas le volquemos encima toda nuestra genialidad o nuestra mediocridad; nuestra valentía o hipocresía, mentiras o verdades. Lo poco o lo mucho que tengamos para decir. Ella siempre está allí, vacía, blanca, muda, abierta, paciente, desentendida de nuestras preocupaciones y aspiraciones terrenales. No nos necesita para seguir así, podría permanecer en ese estado por la eternidad. ¡Maldita hoja en blanco! Siempre está allí, mirándonos con soberbia, burlándose de nosotros, desafiándonos... 
Recuerdo a mi fallecido colega Sebastián Gorch, había iniciado la obra de su vida, durante los cinco últimos años no había hecho más que escribir constantemente. Su loca adicción lo despojó de todo, su familia, sus amigos, sus pertenencias, y por último e inevitablemente: Su salud. Yo lo llamaba por teléfono periódicamente, ya no me permitía ir a verlo, decía que la obra estaba celosa y que lo primordial era terminar de darle vida. “Es que cada vez que pienso que la he terminado aparece una nueva hoja en blanco frente a mi”, me decía compungido ante mis intentos de hacerle ver la magnitud de su demencia. “Pues ya no compres más hojas”, fue mi inocente propuesta. “No, no, no –protestaba- esa no es la solución, la solución es que la hoja en blanco finalmente se rinda ante mi, que me exclame exhausta: ¡Ya basta, ya no puedo albergar más, la historia esta completa! Eso debe pasar y pasará. ¡Por Dios que pasará!” Nuestras conversaciones telefónicas no siempre habían sido así, se habían vuelto más incongruentes con el correr del tiempo, cuando él empezó a elucubrar la idea de escribir esa desdichada obra, la que encerraría todas sus ideas, todas sus emociones. “La obra más abarcativa, más completa, más certera sobre la condición humana que se haya escrito jamás, cualquiera que la lea se sentirá parte de ella. Contemplará todas las pasiones, los miedos, las miserias, las ambiciones y la gloria del genero humano. Será sin duda una obra maestra que perdurará por los siglos. Un legado de la raza humana para la posteridad”. Comprendí desde un principio que encarar una obra de tal magnitud no sería cuestión de días, ni de meses. Por eso fue que jamás me preocupó mucho el hecho de que los años se sucedieran y Sebastián siguiese tan inmerso en su obra como al principio. Lo que si me preocupaba ahora era su repentina demencia que parecía acrecentarse día tras día. Ya no podía lograr que contestara mis llamadas. Decidí entonces que era hora de intervenir. Irrumpí en su hogar, entré por la fuerza y lo encontré. Me costó reconocer aquel cuerpo desnutrido, sucio y maloliente. Poco quedaba del Sebastián que yo conocía. Lo hallé tirado en su habitación, desnudo, yaciendo en el suelo con una hoja tapándole su cara. Pensé que se trataría de una nota suicida y la tomé, no sé si me produjo más horror el espanto en su rostro o el hecho de que la hoja estuviese en blanco. De pronto sentí un escalofrío que nacía desde mi mano y me recorría el cuerpo hasta mi cerebro. Fue como si aquella hoja me entregase una visión: Vi a mi pobre amigo despertando todos los días y sentándose frente a ella impotente, vacío y temeroso. Día tras día la misma rutina que iba alejándolo de la realidad, obsesionándolo y consumiéndolo. El pobre Sebastián nunca había conseguido vencer aquella primera hoja en blanco. Finalmente, esta fue adueñándose de su voluntad llevándolo a perder todo lo que alguna vez tuvo. Vi a su esposa abandonarlo sin que él ni siquiera lo notase, la pobre se había dado por vencido al chocar constantemente con esa muralla impenetrable que era Sebastián. La locura al fin lo había devorado, la miseria se había apoderado de su hogar, ya no comía, no se aseaba, defecaba en cualquier sitio, lo único que lo motivaba a seguir era esa maldita hoja en blanco a la que nunca pudo vencer. Jamás había logrado escribir una sola palabra de aquella colosal obra que se había impuesto. Una y otra vez vislumbre a través de ese pedazo de papel la misma escena: Sebastián petrificado, los ojos hundidos, rojos, llorosos, desgarrados, frente a esa maldita hoja en blanco. La solté aterrado. Y no creo que haya sido casual el hecho de que cayese exactamente en la posición en que la encontré: Sobre el rostro de mi abatido amigo. Abandoné el lugar sin volver jamás y nunca hablé de aquello con nadie.
Lo de Sebastián fue sin duda, un caso extremo, espantoso y aterrador. Pero: ¿Qué escritor no ha sentido en menor o mayor medida la presión de una hoja en blanco?. Ella puede convertirse en una gran tortura, es comparable a la roca sin moldear del escultor, al lienzo vacío del pintor, al pentagrama sin notas del músico. Todo artista o creador debe pasar por este momento inicial, el nacimiento, el parto. Es necesario, no se puede partir de otro sitio, no se puede encargar a alguien más, uno debe hacerlo. Todo nacimiento conlleva una angustia inicial, un partir de un lugar de dolor, es inevitable. Nacer es sufrir. ¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué ahora? ¿Por qué? ¿Será por temor? ¿Por no decidirme de una vez por todas a enfrentar a ese lienzo inmaculadamente blanco que me espera mirándome soberbiamente enrollada en mi vieja Remington?

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