miércoles, 12 de agosto de 2015

El Reflejo

En realidad él pensaba que había terminado, sentía que aquello ya formaba parte del pasado; así que no le mentía a Alejandro cuando le decía que ya lo había superado por completo.
            -Bueno… mejor así –dijo él en un susurro, pero no hacía falta ser muy perceptivo para darse cuenta de que no le creía.
            -De verdad –dijo David riendo, creyendo que con eso acentuaba la autenticidad de sus palabras, aunque el gesto que pareció descubrir Alejandro en su sonrisa debió haberle resultado muy perturbador, pues ya no pudo sostenerle la mirada.
         -Bien, mejor, mejor… -contestó, mientras se ponía de pie y parecía buscar algo en la habitación- ¿Y tus viejos?
            -¿Mis viejos? En su casa, ¿por?
            -Por nada, preguntaba, hace mucho que no los veo.
            -¿Si? Yo también ¿Pensás que me tendrían que estar cuidando?
            Alejandro se paró junto a la ventana y se quedó en silencio un momento; el día se consumía y los últimos rayos de luz trazaban recortes dorados en su rostro armonioso. David lo contempló con veneración. Casi no había diferencia de edad entre ellos, pero él siempre lo había considerado más maduro, parecía hallar en Alejandro todo aquello de lo que él carecía: fortaleza, determinación, orgullo, vitalidad, y hermosura.
            Perfección.
            Alejandro volteó y miró hacia el cielo, desde el séptimo piso en donde se encontraban podían divisarse claramente las densas nubes que auguraban otra noche fría.
            -Pienso que esas decisiones las tiene que tomar tu psiquiatra, pero si querés mi opinión no creo que tendrías que estar tanto tiempo solo después de lo que pasaste, alguien tendría que estar cuidándote –dijo, apresurándose al hablar,  sintiendo que si no lo decía de un tirón no lo iba a hacer nunca.
            -Bueno, que suerte que estás vos entonces… ¿Te querés quedar esta noche?
            Alejandro sonrió levemente avergonzado mientras seguía con su mirada fija en el horizonte, a lo lejos, más allá de los edificios que se esparcían sobre todo el paisaje.
            -No va a pasar nada Deivid… -dijo, tan cortés como pudo.
            -Nunca digas nunca…
Alejandro lo miró de soslayo y le sonrió amablemente. Luego, miró su reloj.
            -En un rato tengo que irme, ¿querés que te haga un café o algo?
           -Estoy loco, no invalido –dijo David riendo- ¡Estaba! ¡Estaba loco! Ahora ya me curé –se puso de pie y comenzó a hablar con una fingida voz que pretendía sonar demencial-. Ya no veo más cosas raras… ¡Ratas! ¡Arañas! ¡Espíritus! ¡Demonios! ¡Gente rara que me susurra cosas al oído en idiomas que solo yo entiendo! ¡Ooooooh! ¡Fuera alucinaciones! ¡Fuera! –dijo, mientras se contorsionaba bufonescamente. Alejandro lo miraba sonriente desde el otro extremo de la habitación.
            -El sentido del humor siempre es señal de buena salud.
            David se hincó en una reverencia.
            -Gracias su majestad, espero haberos entretenido.
            -Bueno, ¿querés el café o no? –insistió Alejandro.
            -Sí, quiero, pero los cafés los hago yo en esta casa ¿Qué te pensás? ¿Quién es el invitado acá?
            David caminó hacia la cocina y se tambaleó un poco, se apoyó contra el marco de la puerta un segundo antes de que Alejandro lo tomara por debajo de los hombros.
            -¿Estás bien?
            David miró sus fuertes brazos sosteniéndolo y tuvo deseos de desmayarse en ellos.
            -¡Ey! No toqués si no vas a llevar –contestó sonriendo, luego, agregó incorporándose-. Sí, estoy bien, me mareé un poco nada más, esos antipsicóticos me tiran un poco abajo, sabés…
            -Pensé que ya no te los daban.
            -Me bajaron la dosis, también debe ser que comí poco y estuve todo el día sentado en ese puto sofá sin hacer nada. Esperá, hago los cafés y comemos unas masitas que hizo mi vieja.
            Avanzó arrastrando sus viejas pantuflas marrones hasta la cocina y se detuvo frente a la cafetera, llenó dos grandes tazas y el aroma intenso del café lo invadió. De pronto se sintió confundido, no recordaba haberlo preparado ese día. ¿Alejandro lo había hecho? ¿En qué momento? Una nueva pregunta llegó desde el living para desorientarlo aún más.
            -¿Las hizo tu vieja las masitas? –preguntó Alejandro- ¿Cuándo vino a traértelas? Me dijiste que hacía mucho no la veías…
            David miró las masas que estaba colocando en el plato en ese preciso instante y sintió extrañeza al ver sus propias manos, le pareció por un segundo que eran de alguien más. Y el asunto de su madre… ¿cuándo era que había venido?, no lo recordaba. Se quedó en silencio mirando el plato. La voz sonó más cercana esta vez “¿A dónde vas con eso, David?”. El volteó aturdido y vio a su madre que lo contemplaba con sus manos en la cintura.
            -¡No puedo ni siquiera dejarte solo para ir al baño! ¿Qué hacés con eso? ¡Te podés quemar! Sabés que tenés que hacer reposo –miró a su hijo parado allí, junto a la mesada, vestido solamente con su pijama amarillo y sus pantuflas y no pudo evitar que la angustia la envolviera; había llenado dos tazas con café y había colocado en un plato unas cuantas de las galletas que ella misma le había horneado por la mañana.
            -Ca-fé co-n mm-asi-tas –dijo David, cortando torpemente las palabras. Su mirada estaba perdida en un punto fijo. Ella tomó aire y trató de contener el llanto, aún le costaba asumir que de pronto su hijo de 26 años necesitaba tanto, o más cuidado, que cuando era un niño. Lo tomó suavemente del codo y lo llevó hasta el sofá mientras a él se le caía un hilo de saliva por su labio inferior.
            -¿Por qué no me pediste a mí el café? Para eso estoy acá, para cuidarte. Sentate y quedate quieto que ya te traigo todo.
            Su madre lo dejó en el living y fue por la bandeja. Él buscó a Alejandro con su vista moviendo la cabeza en todas direcciones, incluso hacia el techo y el piso, luego se llevó su pulgar a la boca. Miró hacia el frente de la habitación y descubrió el rostro de su amado en el vidrio de la ventana, le sonreía. Él le devolvió el gesto y se acurrucó en el sofá dentro de la frazada. Su madre entró a la sala y pareció aliviarse un poco al ver la expresión de alegría dibujada en sus labios. Dejó los cafés y las masitas sobre la mesa ratona, tomó una de las tazas y se la llevó a la boca a su hijo, este dio un pequeño sorbito volcando un poco sobre sus cobijas, ella le limpió el mentón con una servilleta y le preguntó si quería un poco más o prefería una masita.

            Pero él no la escuchó, un gesto de consternación había empezado a surcar sus cejas cuando Alejandro, desde el reflejo en el vidrio, le aseguraba que su madre no estaba allí; que el delicioso café y las exquisitas masas caseras no estaban allí; que ni siquiera él estaba en esa ventana que miraba tan fijamente; que solamente había una cosa, un detalle, y era que otra vez había olvidado tomar sus pastillas. Nadie había en esa habitación más que él mismo. David, el que no podía dejar de mirarse al espejo y soñar que se trataba de alguien más. 

lunes, 3 de agosto de 2015

LA CIUDAD DE LOS CIEGOS

Hoy es uno de esos días grises. A veces no hace falta más que una palabra para describir algo. Hoy, el día es gris. Un color lo dice todo: Gris. Sin Sol. Sin vida. Sin esperanza.
La gente camina como zombis sin mirar a nada ni a nadie. En sus cabezas priman pensamientos tan primordiales como llegar temprano al trabajo, no perder el bus o no permitir que otro tome el taxi antes que ellos. Me detengo entonces a ver las palomas en la plaza, la que es su plaza por derecho. La gente ni repara en ellas, las pisarían sino se apartaran de su camino. No se detienen ni por un segundo a observar su gracioso modo de andar o su maravillosa forma de volar, solo pasan entre ellas sin darles importancia. Un viejo le arroja miguitas a un grupo con una sonrisa olvidada en su rostro. Contemplo largamente la escena antes de reanudar mi marcha. Comprendo que los humanos no se dan el tiempo para disfrutar de las cosas hasta que no no pueden hacer más que eso: detenerse y mirar...  En realidad no tendría que sorprenderme, todo en esta mundo está diseñado para que resulte de ese modo. Paga ahora, disfruta después. Desperdicia los mejores años de tu existencia, segundos antes  de morir tendrás tiempo de ver el sol brillar y sabrás de qué  se trataba la vida.
Camino un par de cuadras más en medio del mismo panorama  sombrío hasta llegar a mi destino. Subo a un tren al azar y  me quedo esperando que se mueva y nos lleve a alguna parte. La locomotora al fin se pone en marcha. Respiro hondo y me dispongo a enfrentar una vez más a esa turba de seres hundidos en sus pesares particulares, tomo mi bolso y hablo:
- Buenos días tengan ustedes señoras y señores hoy les  vengo a ofrecer directo de la fábrica al público un artículo que nunca está de más en ningún hogar, se trata de un
adaptador de .... (sigo con mi discurso automático sin necesidad siquiera de pensar en lo que digo, lo he repetido como un disco rayado una y otra vez. Miro sus caras mientras
hablo, las estudio..., nadie me oye en realidad, podría estar diciendo cualquier cosa en este momento que nadie lo notaría) ... el mismo se está abonando en casas de electricidad y
ferreterías a un valor de...  (están todos tan abstraídos, tan distantes, que si explotara una bomba aquí mismo estoy seguro que no todos se percatarían)... el mismo se presenta en tres colores blanco gris y negro, como la mayoría de sus almas... (!Dios! ¿qué he dicho? enmudezco instintivamente y los miro: Las mismas caras impasibles de antes, nadie a notado mi comentario. ¿Casualidad?, no lo sé, pero decido abandonar el vagón antes de averiguarlo. Paso al siguiente y observo a mi público: Un par de señoras ensalzadas en su conversación sobre los aumentos en la canasta familiar, un anciano que duerme en un asiento del rincón, un muchacho que no puede dejar de mirar por la ventanilla, una pareja que ni se mira, perdidos en sus celulares, unos aprendices de ejecutivos con sus narices rayando el periódico y algunos otros, indignos de mencionar. Sin atreverme siquiera a pensar en lo que estoy por hacer digo en voz más que alta:
- Buenos días tengan todos ustedes estiércol selecto de nuestra sociedad... (y sin hacer siquiera una pausa continúo con lo demás, barriendo a todos con la mirada. Nadie se altera ni inmuta. Prosigo con mi discurso alternando de vez en cuando un insulto o alguna idiotez que se me ocurre en el momento y todo provoca el mismo resultado: Nada. Nada es capaz de hacer que alguien escuche. Nada es capaz de hacerlos salir de su abstracción).
Terminada la tarde regreso a mi hogar y reviso mis cuentas. No sé por qué, pero no me sorprende ver que todo es como siempre. No he vendido ni más ni menos que antes. 
Pero ahora sí puedo transmitir algo, puedo mirarlos a la cara y decirles: !Hey, despiértense, todo no es el dinero, todo no es llegar a tiempo al trabajo. La vida no se trata de cerrar el trato!  La vida es la flor, el amor, el hijo. La vida es respirar y sentir el aire entrando en los pulmones. ¡Dios nos puso aquí para gozar del Edén, no para aprender a contar dinero! Puedo decírselos, sé que nadie me escucha, pero al fin puedo decírselos.
Esa noche duermo muy bien.    
Al día siguiente no puedo esperar para seguir hurgando en las posibilidades que presenta mi nueva forma de comunicarme con los demás. Subo al tren y sin más escupo:
- Buenos días señores, veo que hoy como todos los días de su vida están con sus caras de infelices y deseando ser alguien más. Bien, lo que yo tengo para ofrecerles no tiene nada que ver con eso, pero tampoco los va a hacer peores personas. Es esto. Pero se que no les interesa, así que se lo dejo acá a este ser que tengo al costado (pongo mi bolso en el piso y deposito suavemente el adaptador eléctrico a una señora en su falda, obviamente ésta ni siquiera se fija en mi, luego continúo). No se preguntan por qué hacen esto, ¿por qué regalan cada día de sus vidas como si fuese eterna? Como si mañana fuese a ser igual a hoy y ese ciclo jamás terminase. ¿No se dan cuenta que una sola vez en su vida van a tener esta edad? Esta situación es irrepetible, el mañana no existe, solo el hoy. Lo que no se disfruta hoy no se puede disfrutar de igual modo mañana. No es lo mismo, nunca es lo mismo. Un joven dándole miguitas de pan a las palomas en la plaza hoy, no es lo mismo que un viejo mañana. No lo disfruta igual, no hay que esperar a serlo para permitirse descansar....
Sigo varias semanas con esto, las ventas siguen permitiéndome vivir, ya ni siquiera muestro ni hablo del producto. Solo los que van a comprar compran. Siempre hay un número determinado de personas que van a adquirir mi producto, no importa si yo hablo o no de él. Cuando entro a un vagón hay gente que tiene el impulso de comprar lo que fuese que yo este vendiendo y otra que no. Así de fácil funciona. Mientras, yo me dedico a hablar de lo que pienso de ellos y de la vida que llevan, y aunque se que nadie me escucha ni pretende hacerlo, siento que pongo mi granito de arena a la desinfección de una inmensa plaga.
Hasta el día en que la veo, o en que ella me ve a mi. Esta allí, sentada frente a mi, ocultando su sonrisa cómplice bajo su bufanda, mirándome directamente a los ojos. Yo estoy hostigando en especial a un gordo de traje que no puede parar de hacer cuentas y de escribir mails desde su notebook, pero me distrae la mirada dulce y transparente de esa joven, la única que me esta mirando. Sigo avanzando por el vagón tratando de evadir su mirada, ya me he acostumbrado a que nadie me escuche y ahora estoy cayendo en la cuenta de que si los pasajeros realmente se percatasen lo que yo les digo, me tirarían por la ventana directo a las vías. Al pasar por su lado siento una electricidad que me invade todo el cuerpo, entonces me habla:
-¿Qué es lo qué vendés?
Al decirlo descubre su boca y deja ver una sonrisa como jamás he visto. Y sus ojos miran a los míos sin vueltas, son directos y transparentes. Me habla, me pregunta algo y solo espera que yo le de una respuesta. No haya nadie más que nosotros dos en ese momento.
            -Adaptadores... -digo torpemente, hacía mucho que nadie me preguntaba qué vendía, simplemente alzaban la mano, sacaban el dinero y se guardaban lo que yo les diese sin mirarlo. Ya casi ni llevaba adaptadores en mi bolso, ya no les daba aquello, a veces les entregaba una flor, alguna fotografía, pequeñas cajitas musicales, escrituras, poemas. Algo que pudiese contribuir a alegrar sus vidas.
            Creo que vos no querés adaptarte. -Mira de reojo mi bolso y sonríe al ver lo que tengo en su interior.- ¿Cuándo te diste cuenta?
            -¿De que ellos no escuchan?... –digo en un susurro- Hace unos meses, pero creo que siempre lo supe.
            -Como sabías que un día habría alguien que sí lo hiciese.
            -Alguien a quien quisiera haber conocido y que aun puedo conocer- digo con el corazón retumbando más que mi propia voz.    
            Se para, nos tomamos de las manos y bajamos en la primer estación. Caminamos instintivamente hacia una plaza y nos sentamos en un banco. Uno frente al otro, charlamos con la mirada durante horas, luego caricias, luego comprensión y perdón. Hablamos de las cosas más simples de la vida y entendemos enseguida que estamos enamorados, predestinados, condenados a estar juntos por siempre. Nunca nos preguntamos nuestros nombres, no hace falta, yo la llamo Dulce y ella me nombra Sincero, no hace falta más. Nos ponemos en pie y vamos caminando juntos bajo la luz de ese sol que empieza a ocultarse, sintiendo que nuestra dicha no podía ser mayor.  Nos hemos encontrado al fin, y la gente sigue caminando a nuestro lado cual si fuésemos palomas, pensando en cómo llegar más rápido a la oficina, cómo ganar más dinero y cómo comprar el auto de sus sueños, convencidos de que así alcanzarán la felicidad. La que ahora encontramos nosotros cuando, en un abrazo eterno, nos desvanecemos y escapamos para siempre de aquella ciudad que poco a poco se va poniendo más y más gris. 

PRESENCIAS

Ya casi no duermo. Sólo deambulo por la casa en puntas de pié. No deseo molestar. Siempre soy     cuidadoso de no molestar. Camino silencioso por las habitaciones; los rostros van conmigo. Me acompañan mudos a donde quiera que voy, no hace falta siquiera que los vea, los siento. Están. Siempre están. Tal vez ellos estaban aquí antes que yo, quizás soy yo quien va con ellos a todas partes. Quizá yo soy quien los atormenta. ¿Seré acaso yo quien los perturba? ¿Será mi culpa que nunca duerman? ¿Será mi rostro, el que los acompaña en sus peores pesadillas?

CUENTO PUBLICADO EN EL VOLUMEN "LITERATURA ARGENTINA CONTEMPORANEA" ED. NUEVO SER)

SIN RESPUESTA

En la entrada al paraíso me preguntaron:

-¿Has entendido ya el sentido de la vida?

-¡Sí! -contesté- el ser poderoso y conducir tu propio destino sin dejar que nadie interfiera en él.

-No, aún no has comprendido, debes seguir buscando.

Luego, tuve que esperar errando en soledad varios años más. Busqué la respuesta a aquella difícil pregunta por doquier, pero jamás logré encontrar una que me convenciera. 

Nuevamente se me llevó allí. Volvieron a cuestionarme:    

-¿Has comprendido ya el sentido de la vida?

-Si, lo he comprendido –dije en medio de dudas. El sentido de la vida es saber compartir las     riquezas con nuestros seres queridos y castigar a nuestros enemigos.

-No, sigues sin entender, dentro de ti es donde debes buscar.

Nuevamente se me despidió de aquel lugar y tuve que seguir vagando varios  años más. Busqué dentro de mí, como me dijo aquella voz, al  principio  no  sabía  lo  que  eso significaba, pero luego de un tiempo creí empezar a entenderlo. La tercera vez que  estuve allí tenía la certeza de conocer la respuesta.

-¿Cuál es el sentido de la vida? –me preguntaron.

-¡El amor! El amor es lo que da sentido a la vida.

En ese momento el gran portal frente a mi comenzó a abrirse. Caminé hacia él y vi gente entrando junto a mi. Me pareció que querían aprovechar mi buena suerte y empecé a golpearlos para evitar que siguieran. 

Fue lo último que recuerdo. Luego aparecí aquí y ya no volvieron a llamarme. Hace demasiados años que vago en soledad pero  estoy convencido de que esta vez, cuando me lleven nuevamente allí, tendré la respuesta correcta.             

UNA MEDIALUNA PUEDE CAMBIAR EL MUNDO

Uno se encuentra a menudo con gente que lo  deja  perplejo,  a  veces por lo insólito de sus comentarios, otras  veces  (las más) por las idioteces que sostienen sin  que  se  les borre la sonrisa de la cara ni por un instante. A ver... para empezar definamos “idioteces”, para   lo   cual  primero  habrá  que  definir “idiota”. Tomando una definición al azar de la palabra “idiota” encontramos: Tonto, poco inteligente…    Sin meternos en el problema de definir inteligencia  en estos tiempos en donde se habla de inteligencia emocional, inteligencia lógica, inteligencia sensorial, inteligencia artificial, inteligencia visual,  etc, etc… Quedémonos entonces con el sinónimo “tonto”, pero para graficar aún más lo que es un idiota diciendo idioteces, busquemos otros homólogos para esta graciosa palabra, ahí van algunos: Imbécil, bobo, estúpido, memo, mentecato (jaja, “Mentecato” me hace acordar a las viejas traducciones de los dibujitos animados de cuando era chico, jamás escuché a alguien usar esta palabra en la vida real), tarado, subnormal, desequilibrado... Con éstas creo que tenemos bastante, algunas, obviamente, están más cargadas de sentido que otras, no es lo mismo que te traten de tonto que de subnormal. Otras hasta parecen inofensivas, es más, conocí a alguien a quien todos apodaban "Memo" y él acudía naturalmente al llamado de su seudónimo sin sospechar jamás que implícitamente le decían idiota. Ahora que veo este conjunto de sinónimos creo que estamos en el mismo problema que al principio, si no conocemos el significado en contexto de estas palabras nunca se entenderá con certeza de qué se trata eso de ser idiota, o más concretamente eso de decir idioteces. Veamos… creo que lo mejor será que vaya al hecho puntual y verídico de lo que me ocurrió hoy mismo.
Venía yo caminando por una de las veredas del centro de la ciudad, siempre cuidadoso de no chocar con nadie, a esa hora de la mañana anda mucha gente por doquier y el centro comercial se convierte en un caos; hasta que me topé con un conocido que hacía mucho no veía: Enrique Torres.
-¿Qué hacés hijo de puta? –me insultó al reconocerme. Por supuesto que yo supe al instante que esto no era para nada un insulto, el no quería insinuar que mi madre fuese una puta, ni mucho menos pretendía que yo me sintiese ofendido, lo único que él quería era expresarme su emoción, su alegría y su felicidad al ver a un amigo al que hace años no veía. Lo que ocurre es que entre varones de cierta edad (y yo tengo cierta edad, como usted… en realidad todos tenemos cierta edad), es dificultoso y hasta vergonzoso expresar sentimientos de cariño, por eso cuando decimos "hijo de puta" con una sonrisa de oreja a oreja, como la que tenía Enrique cuando me vio, no queremos excretar para nada un insulto, lo que en realidad estamos queriendo decir es: ¡¿Qué hacés hijo de puta?! ¿Se entiende? Bueno, por eso, acto seguido, antes de darnos un abrazo con palmadas en la espalda incluida, yo solté a viva voz:
 -¡La concha de tu madre! ¡¿Qué haces puto del orto?!
            Luego del abrazo, nos quedamos unos segundos mirándonos como dos desconocidos, como quien se ha afeitado una barba de tres años y busca reconocer en el espejo a ese pajarito desplumado que lo mira con gesto extrañado. Después vinieron los típicos “¿Cómo andás, bien?” “¿Vos, como andas?” “¿La familia, bien?” “¿Todo bien?” “¿Estás igual?” “¿No, vos estas igual?” “No, vos estás igual” (Nadie estaba igual) “¿Pero cómo andás? contame ¿todo bien?” “Si, ¿vos, todo bien, como andás?” “Tanto tiempo…” “Tanto tiempo…” “¡Parece mentira che!” “Mmmhhh…” (Él)  “Mmmhhh…” (Yo). La magia del encuentro había terminado súbitamente, nos dimos cuenta cuando los dos empezamos a mirar de reojo a un taxi que pasaba por la calle, a una señorita con poca ropa, a una vieja que llevaba una bolsa, el reloj en nuestra muñeca, el cielo… La emoción inicial se había desvanecido y recordamos de golpe que ese tipo que teníamos enfrente nuestro ni siquiera había sido nunca un amigo verdadero. Es más, ¿por qué nos paramos a saludarlo? Hubiese sido más fácil ignorarlo, yo me hacía el tonto, el se hacía el tonto y todo seguía su curso. Pero no, el muy imbécil me tuvo que reconocer ¿ahora cómo me lo sacaba de encima? Entonces, para hacer lo que todo el mundo hace cuando se enfrenta con una disyuntiva, hice todo lo contrario de lo que estaba pensando.
-Che ¿para donde vas? Vamos ¿vas para allá? -dije, señalando hacia delante-, vamos, así charlamos y nos ponemos al día
-Vamos, vamos -dijo él-, que te voy a contar una que te caes de ojete.
-Dale contá, -dije yo fingiendo interés.
-Vamos que te cuento –dijo él fingiendo emoción.
            Y así fue, nos fuimos caminando un par de cuadras en donde él me contó su asunto, la verdad que no me caí de espaldas pero sí estuve a punto de caerme de boca al piso por las palmadas que este infeliz me daba a cada rato acompañado de un “mirá como nos venimos a encontrar”.  Nunca entendí cómo pretendía que nos encontrásemos ¡¿Cómo es que se encuentras las personas?! ¿Hay otra forma de encontrarse que encontrarse? ¿Preferiría que sean nuestras fotos las que se encuentren en un libro? ¿O que se encuentren nuestros nombres, de casualidad, juntos en una guía? ¿Cómo debíamos encontrarnos? ¿En un avión, en un yate, en una lista de un padrón electoral? Vivimos en una ciudad de 2 por 2, obvio, nos chocamos, las posibilidades de cruzarnos eran buenas. ¡Nos encontramos en la puta calle, como no podía ser de otra manera! ¡Paf! Otro manotazo en la espalda 
¡Ay! -me lamenté por dentro-  Si yo tuviese tu tamaño ya te hubiese puesto en tu lugar.
-Entonces –continuó él- el tema es ese, el negocio es redondo ¿Qué te parece? ¿Te sumás? Mirá que la inversión inicial es más que eso eh, pero yo te hago ese precio por ser amigo. ¿Te atrae no? ¿Qué te parece? Decime algo…
-Una cagada –dije sin pretender ser grosero, pero él me miró como si ahora sí lo hubiese insultado.
-¿Por qué a ver? ¿Qué parte te pareció una cagada?
-Y… desde que me lo empezaste a contar hasta que dijiste: ¿Qué te parece? Me parece todo una gran estupidez. Toda tu idea hace agua por donde se la mire.
-¡Ah! Pero ves, vos al final sos de esos tipos que ven todo negro (en ese momento pasamos junto a uno de esos africanos que venden relojes en el centro, quise decir algo gracioso pero me contuve) ¿Por qué me decís que hace agua, a ver? ¿Por dónde hace agua, eh? ¿Qué falla le encontrás al método? ¡Eh! ¡Eh! –Enrique me hablaba cada vez más irritado, yo mientras, pensaba en mi medialuna huérfana, la que había dejado abandonada en la mesa del bar donde había desayunado. ¿Estaría allí todavía? ¡Bah! Que importaba ahora. El hecho es que debería habérmela comido, eso hubiese ocasionado que saliese del bar, por lo menos, dos minutos después. Y seguramente así no me hubiera cruzado con esta lacra parlante. Salí de mis cavilaciones y el idiota este seguía hablando ajeno por completo a mi total desinterés- ¡Claro, te quedás callado porque no sabés que decir! –Lo estudié un segundo y lo vi fumando con sus ojos fuera de sus órbitas, tambaleándose como si estuviese en una cuerda floja y moviendo su cabeza espasmódicamente, como si se tratase de un tic incontrolable, quise reír, pero de nuevo me contuve.
-¿No me dijiste que habías dejado de fumar? –pregunté como para empezar a hablar de otra cosa.
-Sí, claro que dejé, hace seis meses que no fumo, esto no es fumar –dijo mientras le daba una última y profunda calada a la colilla y casi se quemaba los dedos.
Miré mi reloj harto de todo aquello y puse cara de preocupación.
-Che Enrique, la verdad que fue un gusto verte y saber que seguís bien, pero me tengo que ir urgente y me acabo de dar cuenta que: ¡encima empecé a caminar para el otro lado! (dije con una sonrisa, como riéndome de mi tontería). Yo tenía que ir para allá, vamos en direcciones contrarias.
Sin mediar palabra me dio la mano y me la apretó fuertemente mirándome fijo a los ojos, enojado, con recelo, como si yo lo hubiese estafado en algo muy importante y ahora se estuviese dando cuenta de mi traición, luego agregó con similar sequedad.
-¡Ya lo creo que vamos en direcciones contrarias! Vos y yo vamos en direcciones muy contrarias. Mirá, esto igual me sirve, a mi ya me dijeron en el curso: “cuando te encontrés a un amigo para trabajarlo (¡Acaso me estaban trabajando! Me sentí algo manoseado…), fijate que no todos están preparados para aceptar “el método”, y al que no lo quiera escuchar- hizo un ademán al aire con su mano libre como restándole importancia a todo el asunto, con la otra seguía empeñado en romper mis falanges- ¡Qué se lo pierda! Peor para él. Nosotros pensamos que las oportunidades en la vida se dan solo una vez, el tren pasó al lado tuyo Oscarcito y paró en tu estación, vos no te subiste, allá vos, ojala que nunca te arrepientas. (Esta declaración empezaba a ponerse muy incómoda, para empezar, ¿Por qué hablaba de sí mismo como “nosotros”? Segundo: ¿De qué tren me hablaba? Y tercero: ¿A quién llamaba Oscarcito? Que yo sepa el diminutivo de Tadeo es Tadeito, o a lo más: Taradito, como alguna vez me decían irónicamente en mi escuela primaria. ¡Pero nunca Oscarcito! Decidí quedarme callado y apretar mis labios en señal de respeto, como si estuviese despidiendo a un muerto. Él, finalmente se resignó a perder un potencial cliente que sumar a su proyecto (del cual no vale la pena hablar) y me soltó- Chau, que encuentres tu camino al éxito –dijo como  si estuviese hablando el mismo Jesús, y se alejó de mi para no volver a mirar atrás.
Ni bien me quedé  solo miré mi mano preocupado, estaba algo morada ¿volvería a moverse algún día? Luego observe a mí alrededor buscando un refugio, lo hallé en la vereda de enfrente, fui hasta allí, no tenía nada que hacer y quizá un café me ayudaría a olvidar este mal trago. Me acomodé en una mesa lejos de cualquier ventana y enseguida me trajeron mi cortado con sus tres medialunas. Este fulano Enrique me había dejado bastante perplejo, no podía sacarme su perorata de la cabeza, pero de una cosa sí estaba seguro, iba a quedarme allí hasta terminarme el último sorbo de café y hasta comerme la última migaja de mi medialuna. Porque ¿quién sabe?, a veces los más mínimos detalles influyen en las cosas más grandes, y quizá, sólo quizá, una medialuna puede cambiar el mundo.

LA SUPREMACÍA DE LA HOJA EN BLANCO

                

La hoja en blanco es el primer y quizá mayor obstáculo que un escritor debe afrontar antes de la extenuante tarea de elaborar un texto. La hoja en blanco es infinita, nos ofrece millones de posibilidades, mas no nos regala ninguna. La elección siempre es nuestra, a ella todo le es ajeno. Solo está allí agazapada, expectante, esperando, desafiando nuestra imaginación. Provocándonos para que de una vez por todas le volquemos encima toda nuestra genialidad o nuestra mediocridad; nuestra valentía o hipocresía, mentiras o verdades. Lo poco o lo mucho que tengamos para decir. Ella siempre está allí, vacía, blanca, muda, abierta, paciente, desentendida de nuestras preocupaciones y aspiraciones terrenales. No nos necesita para seguir así, podría permanecer en ese estado por la eternidad. ¡Maldita hoja en blanco! Siempre está allí, mirándonos con soberbia, burlándose de nosotros, desafiándonos... 
Recuerdo a mi fallecido colega Sebastián Gorch, había iniciado la obra de su vida, durante los cinco últimos años no había hecho más que escribir constantemente. Su loca adicción lo despojó de todo, su familia, sus amigos, sus pertenencias, y por último e inevitablemente: Su salud. Yo lo llamaba por teléfono periódicamente, ya no me permitía ir a verlo, decía que la obra estaba celosa y que lo primordial era terminar de darle vida. “Es que cada vez que pienso que la he terminado aparece una nueva hoja en blanco frente a mi”, me decía compungido ante mis intentos de hacerle ver la magnitud de su demencia. “Pues ya no compres más hojas”, fue mi inocente propuesta. “No, no, no –protestaba- esa no es la solución, la solución es que la hoja en blanco finalmente se rinda ante mi, que me exclame exhausta: ¡Ya basta, ya no puedo albergar más, la historia esta completa! Eso debe pasar y pasará. ¡Por Dios que pasará!” Nuestras conversaciones telefónicas no siempre habían sido así, se habían vuelto más incongruentes con el correr del tiempo, cuando él empezó a elucubrar la idea de escribir esa desdichada obra, la que encerraría todas sus ideas, todas sus emociones. “La obra más abarcativa, más completa, más certera sobre la condición humana que se haya escrito jamás, cualquiera que la lea se sentirá parte de ella. Contemplará todas las pasiones, los miedos, las miserias, las ambiciones y la gloria del genero humano. Será sin duda una obra maestra que perdurará por los siglos. Un legado de la raza humana para la posteridad”. Comprendí desde un principio que encarar una obra de tal magnitud no sería cuestión de días, ni de meses. Por eso fue que jamás me preocupó mucho el hecho de que los años se sucedieran y Sebastián siguiese tan inmerso en su obra como al principio. Lo que si me preocupaba ahora era su repentina demencia que parecía acrecentarse día tras día. Ya no podía lograr que contestara mis llamadas. Decidí entonces que era hora de intervenir. Irrumpí en su hogar, entré por la fuerza y lo encontré. Me costó reconocer aquel cuerpo desnutrido, sucio y maloliente. Poco quedaba del Sebastián que yo conocía. Lo hallé tirado en su habitación, desnudo, yaciendo en el suelo con una hoja tapándole su cara. Pensé que se trataría de una nota suicida y la tomé, no sé si me produjo más horror el espanto en su rostro o el hecho de que la hoja estuviese en blanco. De pronto sentí un escalofrío que nacía desde mi mano y me recorría el cuerpo hasta mi cerebro. Fue como si aquella hoja me entregase una visión: Vi a mi pobre amigo despertando todos los días y sentándose frente a ella impotente, vacío y temeroso. Día tras día la misma rutina que iba alejándolo de la realidad, obsesionándolo y consumiéndolo. El pobre Sebastián nunca había conseguido vencer aquella primera hoja en blanco. Finalmente, esta fue adueñándose de su voluntad llevándolo a perder todo lo que alguna vez tuvo. Vi a su esposa abandonarlo sin que él ni siquiera lo notase, la pobre se había dado por vencido al chocar constantemente con esa muralla impenetrable que era Sebastián. La locura al fin lo había devorado, la miseria se había apoderado de su hogar, ya no comía, no se aseaba, defecaba en cualquier sitio, lo único que lo motivaba a seguir era esa maldita hoja en blanco a la que nunca pudo vencer. Jamás había logrado escribir una sola palabra de aquella colosal obra que se había impuesto. Una y otra vez vislumbre a través de ese pedazo de papel la misma escena: Sebastián petrificado, los ojos hundidos, rojos, llorosos, desgarrados, frente a esa maldita hoja en blanco. La solté aterrado. Y no creo que haya sido casual el hecho de que cayese exactamente en la posición en que la encontré: Sobre el rostro de mi abatido amigo. Abandoné el lugar sin volver jamás y nunca hablé de aquello con nadie.
Lo de Sebastián fue sin duda, un caso extremo, espantoso y aterrador. Pero: ¿Qué escritor no ha sentido en menor o mayor medida la presión de una hoja en blanco?. Ella puede convertirse en una gran tortura, es comparable a la roca sin moldear del escultor, al lienzo vacío del pintor, al pentagrama sin notas del músico. Todo artista o creador debe pasar por este momento inicial, el nacimiento, el parto. Es necesario, no se puede partir de otro sitio, no se puede encargar a alguien más, uno debe hacerlo. Todo nacimiento conlleva una angustia inicial, un partir de un lugar de dolor, es inevitable. Nacer es sufrir. ¿Por qué digo todo esto? ¿Por qué ahora? ¿Por qué? ¿Será por temor? ¿Por no decidirme de una vez por todas a enfrentar a ese lienzo inmaculadamente blanco que me espera mirándome soberbiamente enrollada en mi vieja Remington?