En realidad él pensaba
que había terminado, sentía que aquello ya formaba parte del pasado; así que no
le mentía a Alejandro cuando le decía que ya lo había superado por completo.
-Bueno… mejor así –dijo él en un
susurro, pero no hacía falta ser muy perceptivo para darse cuenta de que no le
creía.
-De verdad –dijo David riendo, creyendo
que con eso acentuaba la autenticidad de sus palabras, aunque el gesto que pareció
descubrir Alejandro en su sonrisa debió haberle resultado muy perturbador, pues
ya no pudo sostenerle la mirada.
-Bien, mejor, mejor… -contestó,
mientras se ponía de pie y parecía buscar algo en la habitación- ¿Y tus viejos?
-¿Mis viejos? En su casa, ¿por?
-Por nada, preguntaba, hace mucho
que no los veo.
-¿Si? Yo también ¿Pensás que me
tendrían que estar cuidando?
Alejandro se paró junto a la ventana
y se quedó en silencio un momento; el día se consumía y los últimos rayos de
luz trazaban recortes dorados en su rostro armonioso. David lo contempló con
veneración. Casi no había diferencia de edad entre ellos, pero él siempre lo había
considerado más maduro, parecía hallar en Alejandro todo aquello de lo que él carecía:
fortaleza, determinación, orgullo, vitalidad, y hermosura.
Perfección.
Alejandro volteó y miró hacia el
cielo, desde el séptimo piso en donde se encontraban podían divisarse
claramente las densas nubes que auguraban otra noche fría.
-Pienso que esas decisiones las
tiene que tomar tu psiquiatra, pero si querés mi opinión no creo que tendrías
que estar tanto tiempo solo después de lo que pasaste, alguien tendría que
estar cuidándote –dijo, apresurándose al hablar, sintiendo que si no lo decía de un tirón no
lo iba a hacer nunca.
-Bueno, que suerte que estás vos
entonces… ¿Te querés quedar esta noche?
Alejandro sonrió levemente
avergonzado mientras seguía con su mirada fija en el horizonte, a lo lejos, más
allá de los edificios que se esparcían sobre todo el paisaje.
-No va a pasar nada Deivid… -dijo,
tan cortés como pudo.
-Nunca digas nunca…
Alejandro lo
miró de soslayo y le sonrió amablemente. Luego, miró su reloj.
-En un rato tengo que irme, ¿querés
que te haga un café o algo?
-Estoy loco, no invalido –dijo David
riendo- ¡Estaba! ¡Estaba loco! Ahora ya me curé –se puso de pie y comenzó a hablar
con una fingida voz que pretendía sonar demencial-. Ya no veo más cosas raras…
¡Ratas! ¡Arañas! ¡Espíritus! ¡Demonios! ¡Gente rara que me susurra cosas al
oído en idiomas que solo yo entiendo! ¡Ooooooh! ¡Fuera alucinaciones! ¡Fuera!
–dijo, mientras se contorsionaba bufonescamente. Alejandro lo miraba sonriente
desde el otro extremo de la habitación.
-El sentido del humor siempre es
señal de buena salud.
David se hincó en una reverencia.
-Gracias su majestad, espero haberos
entretenido.
-Bueno, ¿querés el café o no?
–insistió Alejandro.
-Sí, quiero, pero los cafés los hago
yo en esta casa ¿Qué te pensás? ¿Quién es el invitado acá?
David caminó hacia la cocina y se
tambaleó un poco, se apoyó contra el marco de la puerta un segundo antes de que
Alejandro lo tomara por debajo de los hombros.
-¿Estás bien?
David miró sus fuertes brazos
sosteniéndolo y tuvo deseos de desmayarse en ellos.
-¡Ey! No toqués si no vas a llevar
–contestó sonriendo, luego, agregó incorporándose-. Sí, estoy bien, me mareé un
poco nada más, esos antipsicóticos me tiran un poco abajo, sabés…
-Pensé que ya no te los daban.
-Me bajaron la dosis, también debe
ser que comí poco y estuve todo el día sentado en ese puto sofá sin hacer nada.
Esperá, hago los cafés y comemos unas masitas que hizo mi vieja.
Avanzó arrastrando sus viejas
pantuflas marrones hasta la cocina y se detuvo frente a la cafetera, llenó dos grandes
tazas y el aroma intenso del café lo invadió. De pronto se sintió confundido, no
recordaba haberlo preparado ese día. ¿Alejandro lo había hecho? ¿En qué
momento? Una nueva pregunta llegó desde el living para desorientarlo aún más.
-¿Las hizo tu vieja las masitas? –preguntó
Alejandro- ¿Cuándo vino a traértelas? Me dijiste que hacía mucho no la veías…
David miró las masas que estaba
colocando en el plato en ese preciso instante y sintió extrañeza al ver sus
propias manos, le pareció por un segundo que eran de alguien más. Y el asunto
de su madre… ¿cuándo era que había venido?, no lo recordaba. Se quedó en
silencio mirando el plato. La voz sonó más cercana esta vez “¿A dónde vas con
eso, David?”. El volteó aturdido y vio a su madre que lo contemplaba con sus
manos en la cintura.
-¡No puedo ni siquiera dejarte solo
para ir al baño! ¿Qué hacés con eso? ¡Te podés quemar! Sabés que tenés que
hacer reposo –miró a su hijo parado allí, junto a la mesada, vestido solamente
con su pijama amarillo y sus pantuflas y no pudo evitar que la angustia la
envolviera; había llenado dos tazas con café y había colocado en un plato unas
cuantas de las galletas que ella misma le había horneado por la mañana.
-Ca-fé co-n mm-asi-tas –dijo David,
cortando torpemente las palabras. Su mirada estaba perdida en un punto fijo.
Ella tomó aire y trató de contener el llanto, aún le costaba asumir que de
pronto su hijo de 26 años necesitaba tanto, o más cuidado, que cuando era un
niño. Lo tomó suavemente del codo y lo llevó hasta el sofá mientras a él se le
caía un hilo de saliva por su labio inferior.
-¿Por qué no me pediste a mí el
café? Para eso estoy acá, para cuidarte. Sentate y quedate quieto que ya te
traigo todo.
Su madre lo dejó en el living y fue
por la bandeja. Él buscó a Alejandro con su vista moviendo la cabeza en todas
direcciones, incluso hacia el techo y el piso, luego se llevó su pulgar a la
boca. Miró hacia el frente de la habitación y descubrió el rostro de su amado en
el vidrio de la ventana, le sonreía. Él le devolvió el gesto y se acurrucó en
el sofá dentro de la frazada. Su madre entró a la sala y pareció aliviarse un
poco al ver la expresión de alegría dibujada en sus labios. Dejó los cafés y
las masitas sobre la mesa ratona, tomó una de las tazas y se la llevó a la boca
a su hijo, este dio un pequeño sorbito volcando un poco sobre sus cobijas, ella
le limpió el mentón con una servilleta y le preguntó si quería un poco más o
prefería una masita.
Pero él no la escuchó, un gesto de consternación
había empezado a surcar sus cejas cuando Alejandro, desde el reflejo en el
vidrio, le aseguraba que su madre no estaba allí; que el delicioso café y las
exquisitas masas caseras no estaban allí; que ni siquiera él estaba en esa
ventana que miraba tan fijamente; que solamente había una cosa, un detalle, y
era que otra vez había olvidado tomar sus pastillas. Nadie había en esa
habitación más que él mismo. David, el que no podía dejar de mirarse al espejo
y soñar que se trataba de alguien más.